Aquel día a la salida del instituto Alicia atajó a través del parque para llegar antes a su casa. Se había entretenido con su amiga Ana aún a sabiendas que su padre se impacientaba si tardaba. Él tenía que trabajar por la tarde y si ella se retrasaba apenas tenían tiempo para compartir el almuerzo. Tiempo, tiempo, tiempo. Siempre faltaba tiempo ¿Por qué no podían tener los días cien horas? Alicia se sonrió a sí misma. Si cada quince minutos fueran una hora entonces el día tendría noventa y seis horas. Quizá hace mucho tiempo el día había tenido doce horas de ciento veinte minutos cada una. Daba igual cuantos minutos cupieran en una hora. El tiempo siempre estaría limitado. Una voz la sacó de sus pensamientos.
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